KAMALA
Eran las siete y media y el sol comenzaba a ponerse cuando Ángel se posó sobre la arena, que tras las pocas gotas de lluvia anterior presentaba un aspecto oscuro y húmedo, pero conservando aún la facilidad para adoptar cualquier forma.
Primero se sentó, acariciando con sus manos los granos de arena. Una sensación parecida a la de un masaje suave, de no ser por los pequeños trocitos que se le introducían en las uñas.
Empezó a respirar hondo y ,a los pocos minutos, su respiración acompañaba al golpeo de las olas en la orilla.
Intentó no pensar y conseguir captar la esencia del mar en cada sacudida de aire que entraba por su nariz.
Media hora después, con el mar reflejando la oscuridad del cielo, se encontraba tumbado, con las piernas encogidas, encima de una arena que se había compactado de tal forma que la huella de su espalda perduraría horas.
Unas lágrimas se desbordaron a la fuerza por sus ojos cerrados, y se deslizaban por sus mejillas hasta ser absorbidas por la fría arena.
Fue entonces cuando se incorporó, dudando de si había empezado a llover sobre él o dentro de él.
Divisaba ahora un mar más viejo. Un mar que parecía haberse apaciguado con el tiempo. Oscuro u en calma, a pesar del viento que no le había abandonado desde que llegó.
Fue entonces, con la tensión y la marea baja, que divisó una silueta que se engrandecía a cada paso que daba.
La población de la playa se multiplicó por dos con la llegada de unas piernas blancas y firmes, cuyas generosas formas identificaban la identidad del caminante.
Ángel sentía debilidad por esos muslos, por lo que no tivo que levantar la mirada para saber de quién se trataba.
En su adolescencia la sola imaginación de esa silueta en movimiento, con su respectivo y único baile de caderas, le hubiera disparado las pulsaciones.
Ella se encontraba a su lado, de pie y observando de forma fija los ojos rosados de él.
Sus gruesos rizos rojos, a juego con las mejillas, se movían de forma aleatoria por el viento que empujaba de forma intermitente a las olas.
Ángel vio cómo el vaho salía de esos labios carnosos, a la vez que ella descendió para sentarse junto a él.
La expresión de este, con la boca entreabierta y la mirada extraña, mostraba la incomprensión de la presencia de ella a la que catalogaban de inaccesible.
Sus ojos se encontraban ahora centrando una escena en la que el gris y el rojo acaparaban todo el espectro de color. El vapor, humeante y cálido, ascendía por sus bocas rozando las mejillas del que tenían en frente y pasaba por los ojos marranos de ella en los que se reflejaban las lágrimas de los ojos verdosos de él.
Unas gotas de fría agua empezaron a caer sobre sus cuerpos y, en un instante, sus bocas se fusionaron en una y sus cuerpos esparcieron de forma violenta la arena en la que se apoyaban.