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martes, 5 de mayo de 2020

Carta a Belén



Besos, Belén. Quería dártelos hoy, pues sé que te acortadarás de mí antes que nadie, y que lo harás de forma genuina. Empiezo esta carta a principios de marzo, pero la tenía en mente desde hacía meses; tantos que me da vergüenza lo lejos que he estado de ti y de otros que me querían. No obstante, chica, pienso en ti cada vez que me vengo abajo,y eso es algo que se ha convertido en costumbre.

Siempre me gustó tu nombre, Belén. Siempre. Aunque me pasara jodido media secundaria por una Belén que, o debía sentirse aburrida, o era imbécil. Reconozco que me he pasado la mayor parte de mis 24 años preocupado. Preocupado por males que nunca llegaron a pasar, y otros no tan graves como mi sofisticada máquina de tortura me hizo creer; pues los males de verdad llegan sin avisar. Aunque éso, Belén, ya lo sabes. 24 años preocupado por tanto ya olvidad que sólo me preocupa lo reciente, y eso que quizá quede más de inventado que de recuerdo.

Ayer vi a una persona a la que amaba. Curioso es el destino que ese mismo día la había bloqueado por completo, y sólo me quedaba la faraónica obra de borrar una memoria que lastima sin piedad. Me acerqué con una sonrisa, y vi su cara de sorpresa. La abracé, Belén, con fuerza y con mucho cariño, y junté mi cuello junto al suyo para besarla como metralleta en batalla. Y allí me volví a dar cuenta, Belén, de que no me quería lo más mínimo. Y, peor, que nunca me había llegado a querer. 
Anduve para escapar de la ansiedad de la nada. Me ahogaba. Mi espalda tiritaba. Y cuando el vacío más cruel llegaba a mis labios una llamada me dio el oxígeno que sólo una persona que te ama te puede dar. Me dijo que el desamor es el más común de los males entre los corazones bellos, que el sentirse perdido forma parte del regalo de ser joven, y que debía centrarme en todas las virtudes que poseía, en el futuro que deseaba, y en todas las personas a las que amaba. Personas cómo tú..

Tu me has mostrado un amor sincero y muy tierno, y nunca has dudado en decirme que me equivocaba y que iba por un camino que sólo conduce al dolor. Belén, Dios sabe que otro gallo cantaría de haberte hecho caso. Me faltó el valor para elegirme a mí mismo, y lo pagué. Y bien que lo pago cada día, y que tú sabes a qué me refiero porque hasta alguien que proyecta tanta fuerza de voluntad como tú ha caído en el pozo de creerse nada. Es complicado. Sabes que es complicado. Dime, si escapas de un mal ¿a qué viene tanto dolor? 

Junto mi cabeza junto a mis brazos, que lucen blancos y ansían el calor de un sol que no supe darles. Me pregunto, Belén cuánto tiempo llevo encerrado en éste sufrimiento. Aún no he empezado a escribir y el vaso ya está por la mitad; me propongo escribirte bellas palabras de admiración y, mientras bebo, solo derramo tinta sobre un laberinto que lleva mi nombre. Me llamo Ángel y estoy perdido. Me llamo Ángel y juego a perderme en calles conocidas, a perderme al mismo nivel que ya lo estoy en mi cabeza. Golpeo mi cara con golpes de autoexigencia, y siento que estoy metido en un remolino de falta de sentido; que siento que no hago nada, que me apunté a unos estudios por el mero hecho de hacer algo, y que la soledad se escribe con mayúsculas dentro de mí. Y peor, que toda esta deriva afecta a mamá, y a mi futuro. Y eso duele, tía. Duele mucho.

Los mismos brazos pero más morenos, se  apoyan en una barandilla que pierde el brillo en el calor de la noche. Tengo 16 años y tú hablas mientras vemos el resto de urbanizaciones iluminar el horizonte. Me dices que he pasado por muchas cosas, más de las que otros niños de mi edad, y que los años siguientes iban a ser buenos. Al principio, Belén, no te entendí. Pero acertaste de lleno. Fueron los mejores años de mi vida. Un bachiller inmejorable donde supe lo que era besar a una chica (te diré que fue un 12 de octubre, y que no lo debí de hacer muy bien porque a los pocos días confesó que le gustaban las chicas. Fíjate, debí convertirla. Aunque te sorprenda, conozco a más de uno que con la habilidad de crear lesbianas). 2013 Fue raro. No sé qué hiciste durante sus últimos meses, pero las clases estuvieron marcadas por huelgas y reivindicaciones de pacotillas que dejaron los colegios semi vacíos, sólo atendidos por los que les acojonaba perder clase; yo incluido. Pero cuanto menos hay más ves, y durante uno de esos días atípicos conocí a la que sería mi novia durante el siguiente año y medio; una chica hermosa, de esas que se mantendrán guapas cuando las arrugas sean la norma en sus pieles. Todo era fácil, Belén. Fácil y hermoso. Incluso cuando mamá enfermó de nuevo fue fácil; fácil para nosotros. Tú estabas allí, y yo te acompañaba. Madrugamos para desearle suerte y esperamos, pacientes, a que saliera del quirófano. Creo que sonreía, Belén, estoy seguro.
Esa semana santa me preparé exámenes y descubrí el atractivo de unos labios empapados en aceite... Nunca unos churros supieron tan bien.

Lo que crees que está hecho para ti, bueno y normal, es lo que te hará daño; y eso que crees extraño, lejano, que incluso temes, es lo que te mostrará tu verdadero valor.
Llevaba meses sin vivir, Belén. Demasiados días encerrado en el cajón del sufrimiento. Vivía en el pasado, aprisionado por mis propios miedos, por unas falsas esperanzas de las que me avergüenzo, sin ser capaz de asimilar la bendición que es el fin de lo dañino. 
Era sábado, la excusa del tributo a Nirvana se hizo realidad, y por una vez en mucho tiempo volvíamos a estar los tres juntos. Que Pablo era el puto amo ya lo sabía, pero lo que esa noche me quedó claro es que, como dice el cómic, el azul es un color cálido.
Fue divertido. De algún modo es cierto que al crecer empiezas a perder la vergüenza que adquiriste de niño; o quizá fuese que ya lo había hecho otras veces. Belén, bailo de puta madre.
Salimos. Fumaban mientras convencía a Ángel de que se quedara a cerrar el Planta y a moverse sin reglas durante una hora más. Y ella salió también. Y comenzó a hablar con la chica que había dado sentido a mi amigo, y lo hacía de esa manera inútil que tienen las mujeres para hablar de una persona que tienen al lado. De algún modo, Belén, supe que hablaban de mí. “¿De verdad te vas a ir? He visto a alguien mirarte mucho abajo.”
Nos quedamos todos.
Por entonces, tía, sabía de quién se trataba. Pero apenas hablamos. Ni siquiera sabía que era menor que yo, que trabajaba fuera y que le había gustado desde la primera vez que me vio (o, como comentería más tarde, “no estaba mal”). No obstante, una hora más tarde pegábamos nuestros cuerpos en el lugar donde solía oler a canela. Su barbilla chocaba contra mi pecho en intervalos irregulares, motivados por el gentío en constante movimiento, carburados por cerveza y caladas que se mezclaban con la colonia y sudor de nuestros abrigos. Allí estaba ella, Belén, la chica del pelo azul eléctrico, con palabras que nunca llegué a escuchar. Allí estaba, todo lo contrario a mi ligue ideal: ojos oscuros, pestañas largas; sus mejillas, recubiertas con maquillaje, trataban de ocultar su acné; y sus orejas, tan pequeñas como la mano de Aurora, sostenían dos grandes aros metálicos y dos pequeños. Su nariz también estaba decorada, y su cuerpo, flaco y sin apenas curvas, era pequeño y blanco, de apariencia frágil, como las pieles que se amoratan con facilidad. Su pelo era lo mejor, cómo luces de una discoteca en plena ráfaga. He visto pulseras fluorescentes de ése color, y se degradaba hasta su castaño natural.
Belén, esa chica en la que nunca me habría fijado me hablaba con la esperanza como palabra. Todo lo que un chico perdido necesitaba escuchar. Quizá no hubiese estudiado, quizá hablaba como si se hubiera llevado el pueblo a cuestas, y quizá estuviese enfadada con su familia y trabajase en un asadero de patatas fuera de la ciudad, pero esa chica me devolvió el valor que otra chica me quitó (aunque sólo me lo pueda quitar yo mismo). Fue el beso más fácil del mundo. Largo, intenso hasta saber a sangre, y no te contaré más.

Y tras ésto, el confinamiento. Me pregunto, Belén si habrá esperanza. Suelo pensar en ti cuando estoy en la mierda, y eso ha sido muy frecuente de forma última. Eres quien me animó a hacer lo que mejor me convenía a mí y no a los demás; la única que supo avisarme con tiempo de la tormenta que se acercaba. ¡Hasta sabías que esa fiebre que cogían los chinos era algo mucho más grave! Pero más allá de tus dotes de pitonisa, me acuerdo de todos los trabajos, relaciones y esfuerzos por los que te he visto pasar; lo que me hace pensar que aún me quedan altibajos en el camino y mucho que probar. Y eso me gusta. Le has echado cojones, Belén. La sola idea de trabajar en oficios tan diferentes como has hecho tú me paraliza, así como hacer un examen universitario a tu edad, y formar una familia tras otras relaciones. Me parece que sólo tengo que imitarte para que todo salga bien. Y aunque me digas que no es todo oro, que te va a estallar la cabeza por la cuarentena, que Aurora está insoportable, que el colegio apesta, y que la abuela habla sin pensar, has sabido crear los cimiento de una vida que se sostiene sólida y enfrentarte cada día sin que los problemas que acarrean te alejen de lo que es importante para ti. Y eso es más de lo que pueden decir muchos. 
Estuviste conmigo cuando estudiabas para el examen de bilogía y trabajabas por la mañana y volvías al colegio por la tarde; cuando mamá enfermó y en mis graduaciones, y en mi primera película, a la que tú me llevaste a ver, sobre unos pollos de plastilina. Y me aconsejaste en el amor y en lo contrario, en los estudios, y en la familia. Y sé que te habrás dado cuenta de que la familia es reducida para mí, y que no le presto ni un cuarto de la atención que tú le das; pero no pienses que es por que no la trago, o porque me irrita, no; sólo soy así, y os quiero. No se me ocurre cómo podría agradecerte todo ésto. Quizá porque no se pueda agradecer tanto, y devolverte todo tu amor es algo que, aunque lo desee, está bastante lejos de ser realizable, porque has dado mucho, más que mucho. Pienso que la única manera de agradecértelo es ser feliz. Intentarlo, al menos. Desaprender todas las conductas que me llevaron a hacer del sufrimiento un hábito, y luchar contra el deseo autodestructivo de un cuerpo que sólo conoce desdicha dentro de sí. Agradecértelo sólo será sensible por ti si me ves con un nuevo cuerpo y mente que dediquen sus funciones a la alegría, y a todo eso en lo que encuentran gozo. Abandonarme en el valle de las buenas intenciones, en el lago de los sentimientos elevados; cortar el hilo invisible de un pasado que ni siquiera fue real, y evitar que éste se convierta en un mapa de mi futuro. Con una sonrisa mía te darías satisfecha. Lo sé. Pero quieres que la talle a perpetuidad en mi boca, y que ésta sólo sea el menor de los reflejos de toda la completidad que irradie desde dentro. Tengo que intentar ser feliz. Hacerlo por ti, por mamá, por los que han sufrido por mi sufrimiento. 


Te quiero.