PALABRAS DESDE EL TÚNEL
Por:Ángel Cuesta
3- Enero-1915
Papá,
quizá te sorprenda que use un apelativo tan pueril, pero no puedo
evitar sentirme como un niño en medio de padres y maestros.
Espero
no incomodarte llamándote de tu, pues supongo que hay cosas más
importantes por las que preocuparse ahora.
Ya
han pasado dos días desde Año Nuevo, y no puedo evitar así los
recuerdos que me traen estas fechas.
Adivino
que, si queda algo de rutina en este mundo, Irene habrá vuelto a la
capital para seguir con su trabajo. Quizá no sea gran cosa, pero
estoy seguro de que llegará lejos. Siempre ha sido la más lista de
la familia.
Los
días pasan y las horas de estos se me hacen eternas. Tendrías que
verme la cara, sólo han pasado cuatro meses y, al mirarme en el
espejo de bolsillo que me regalaste, creo que podría pasar como
algún hermano pequeño tuyo. Aunque esto no es fácil de decir,
puesto que restos de metralla y la acción de la grava al tener que
arrastrarme casi a diario, han rallado parte de la superficie y su
borde metálico se ha oxidado, cogiendo así un tono entre verde y
marrón.
Me
hubiese gustado despedirme de tí. Saber algo de mi padre antes de
partir. Al menos tener una última imagen tuya. Espero que estés
bien papá
Por
cierto, ¿sabes algo de Mamá? No me gustó la forma en que me fui de
su lado. Si la ves dile que la quiero. Cuida de ella ahora que no
estoy.
Tu
hijo que te quiere
Ángel
La tinta,
que con irregular caligrafía había plasmado las inquietudes de ese
chico, se difuminaba despacio y en silencio por la acción de la
incipiente lluvia.
Se llevó el
valioso papel al bolsillo de derecho de su raído pantalón, y tras
eso sus manos al calor de su aliento.
La ironía
había querido que el frío y la humedad agrietaran esas, antaño
delicadas manos, que ahora dejaban ver pequeñas heridas en la zona
de los nudillos y de los laterales de las falanges.
Alzó la
cabeza hacia el gris y oscuro cielo, para contemplar así el vaho
que, desde su boca, se elevaba hasta el firmamento.
6-Enero-191
Irene,
hermana, he podido hacerme con más cuartillas y un nuevo lapicero al
que puedo sacar punta con la hoja de la bayoneta. Podré escribirte
más a menudo.
Las
conseguí a cambio de ayudar a redactar la correspondencia de un
joven, que viene de Lille. Este acababa de conocer a una chica justo
un mes antes de tener que partir al frente.
No
se le dan bien las palabras, y aún menos expresar sus sentimientos.
Pero este chico rubio, de brazos y piernas delgadas y largas, la
quiere de verdad. Lo sé solo con la energía que muestra tener
cuando escribimos las cartas a la chica.
Tendrías
que ver lo feliz que está cada vez que termina de leer lo que
escribo. Firmamos con el nombre de Chocolat. No me preguntes por qué,
pero aquí todos le llamamos así y nadie sabe su verdadero nombre.
Hermana,
que esta época es diferente es innegable, pues tal día como hoy,
hace años, nos dábamos regalos de forma muta. Disfrutábamos de las
últimas horas de vacaciones antes de volver a la rutina. Tu, por
lista y trabajadora, a la Universidad. Yo, por obligación al
instituto.
Algo
ha cambiado, pues esa rutina a la que tanto renunciaba, se aparece
ante mí como un manjar tan delicioso como imposible. No me daba
cuenta pero, ¡Qué felices eran esos días en la seguridad de lo
cotidiano!
¿Te
acuerdas cuando visitábamos a la abuela por la Epifanía? Hacía los
mejores regalos y nunca faltaba su caja repleta de bombones de
almendra y avellanas, muy bien ordenados.
La
tristeza que me produjo su pérdida, ha cambiado a la tranquilidad
que me da saber que no ha vivido cómo para saber de este horror. Que
no llegó a saber que, su muy querido nieto, pasaría la fría
navidad helándose en el infierno.
Quizá
te sorprenda, pero es posible que seas la persona a la que más echo
de menos, a pesar de nuestras diferencias. Supongo que con el tiempo
he cogido cariño a esa chica de cara redonda a la que llamaba
Hermana. Supongo que las peleas de niños evolucionaron a la
preocupación mutua del bienestar del uno por el otro.
Cuídate
mucho, Irene. Siento no poder regalarte nada este año. Dios quiera
que sí el que viene.
Ángel
El sol
acababa de despuntar por el este, justo por donde se suponía que
estaban las líneas enemigas.
Ángel, que
gustaba de escribir al aire libre, volvió al barracón Nº 12 de esa
enorme trinchera. En sus más de quince kilómetros (dividida por
secciones), en torno a 6000 hombres convivían en el barro, junto con
los piojos; la lluvia y el miedo.
El joven
entró tiritando en el, no más caliente barracón, dejando tras de
sí un rastro de nieve y tierra.
En el
barracón, formado por 20 literas, una mesa baja y dos candiles, los
hombres poseían entre sus manos un pequeño tesoro. Georges R, el
hombre más pillo que Ángel había conocido, se las había arreglado
para hacerse con ocho tabletas de chocolate, que los hambrientos
hombres no tardaron en aprovechar. Con los pocos litros de leche
fresca que quedaban en una lechera, de la que Georges se hacía
cargo, y el calor de los candiles, hicieron chocolate caliente para
cada uno.
Este era el
único regalo que esos hombres de mirada vacía recibirían esas
fiestas. El día de la Epifanía sabría un poco más dulce gracias a
la astucia de ese treintañero de ascendencia belga.
Georges
acudió a abrazar a Ángel a toda prisa, sin derramar una sola gota
de ese dulce e intenso brebaje. Se lo ofreció con una sonrisa, pues
entre los dos se había creado una relación basada en la admiración
mutua. Ángel admiraba al bigotudo belga por su capacidad como hombre
de recursos, y Georges admiraba a ese joven de ojos verdosos y labios
rosados por la valentía mostrada en cada paso que le acercaba al
enemigo.
No era el
regalo deseado por estos hombres, pero las risas que provocó, entre
los hombres, el bigote de chocolate con leche sobre los labios del
enamorado Chocolat no tenían precio, y menos esos días.
15-Enero-1915
Pierre,
amigo. Te escribo ahora y no antes, pues supongo que las ganas que
tenías de venir al frente habrán desaparecido. Te llegarán
noticias que no creerás, pero amigo, todo es hiperbólico y real en
esta guerra.
Recuerdo,
como si fuera ayer, tu rabia al no ser aceptado en el alistamiento
voluntario, debido a tus problemas de visión. Creeme que daría lo
que fuera por tener tus ojos, y no poder ver los horrores de la
guerra.
Ahora,
y no sin motivo, puedo comprender lo que significaba ser joven. La
vitalidad que vivíamos como algo normal y rutinario, se me antoja
ahora como un lejano sueño. Vivir como lo hacíamos, sin temor ni
preocupaciones, queda ya muy lejos en unos días en los que cada paso
puede ser el último.
La
última vez que nos vimos tú hablabas sobre el honor que da la
batalla. Sobre la hermandad entre los hombres y la satisfacción de
servir a tu país. Todo un discurso con esa voz carrasposa tan
característica tuya. Yo, que nunca he sido amigo de la historia y de
la patria, me embriagué con el vino casero de los Mondrian para no
tener que pensar en tus palabras.
Esa
noche éramos muchos jóvenes en la taberna de Elise y Javert
Mondrian. La alegría de unos contrastaba con la inquietud y miedo
del resto.
Amigo,
la vida en el frente no es como creías. No hay honor en llevar un
fusil, y mucho menos en dispararlo contra otro joven que, como tú,
se ha visto empujado a un destino cruel, hostil e injusto.
La
hermandad de la que hablas se destroza cada vez que tu hermano
fallece delante tuya; y la impotencia que te da no poder hacer nada
por el , duele más que las heridas.
Hoy
mismo hemos enterrado a un chico inglés, voluntario… Atraído por
el romanticismo de “luchar por la libertad” cambió su cama por
una litera, rellena de paja y parásitos. Cambió a su madre por un
oficial estricto, al que no entendía cuando le gritaba. Sus amigos
se transformaron en hombres cuyo único propósito es vivir un día
más, deseando que cada día sea el último de esta guerra que se nos
está alargando demasiado.
¿Su
honor? El de morir intoxicado por el agua de un charco. Al parecer no
la filtró con su gorra o calcetines.
No
hubo gloria en su muerte, y por su corta edad diría que no ha
disfrutado suficiente de la juventud y de la vida.
Sólo
te pido una cosa Pierre. Que vivas mientras puedas. Sé feliz, tú
que sigues vivo.
Ángel
Ángel, el
joven de ojos verdosos, dejó a su nariz, sonrosada por el frío,
inhalar el penetrante aroma de pólvora y la ceniza. Agarraba con sus
manos la húmeda tierra en la que reposaba sentado. Miraba con
desgana la oscura arcilla escapándose de sus puños, y cayendo de
nuevo a la tierra. Se untó un poco en una herida reciente que se
había hecho al engancharse una pierna con el alambre de espino,
dejado por los enemigos.
Con la
mirada perdida en la rudimentaria tumba del inglés, recordaba la
cantidad de heridas cuya carne había padecido desde las primeras
semanas en el frente. El dolor se había reducido herida tras herida,
preguntándose si no era que, los horrores vistos, habían destrozado
su sensibilidad y, en parte, su humanidad.
20-Enero-1915
Las
esperanzas de que leas estas palabras son pocas, quizás las mismas
que las ganas que tendrás tú de leerlas.
Lo
mismo al leer el remitente, tu padre o tu madre os deshacéis de ella
sin abrirla. E incluso puede que hagas una bola de papel arrugado y
alimentes el fuego de la chimenea en la que tanto me gustaría
calentarme.
Creerás
que estoy loco o que soy un pervertido. Quizá tenga suerte y solo
pienses que la guerra me ha dañado la cabeza. Pero a veces, cuando
el silencio y el frío, tan cotidianos, acuden a mis días, me gusta
imaginarte iluminada por el delicado y dócil fuego. Escapo de la
guerra a través del verde de tus ojos, que reflejan las llamas de un
calor que no he sentido en meses.
Nunca
me he mostrado atento contigo, sino que he mostrado una rancia
indiferencia hacia tus atenciones. No es fácil para un chico como
yo, hijo de maestra y costurera a tiempo parcial, que no tiene
aspiraciones, comprender que ina chica de clase alta se fije en él.
Recuerdo
que traías agua fría para que me limpiara el sudor que producían
las clases de gimnasia en combinación con el sol del verano. De cómo
te negaste a bailar en las fiestas del pueblo hasta que yo llegué, y
te levantastes indicando así tu disponibilidad para bailar.
¿Qué
hace una joven guapa, rica y simpática fijándose en el mediocre
Ángel Latour, de calificaciones pasables y padres divorciados?
Mi
problema ha sido no saber hacerme las preguntas adecuadas. Creía que
todo iba a permanecer para siempre; pero en un día la vida se gira
por completo, y todo lo que creías tener se desvanece.
El
último día que nos vimos coincidió con el último día en que vi a
muchos que consideraba amigos. Era de noche. La taberna estaba llena
de jóvenes que poco sabían a lo que se iban a enfrentar las semanas
siguientes.
Tú
acudiste allí con tu prima y sus amigas, supongo que cómo todos,
buscando algo de ocio para dejar de pensar.
Mientras
bebía y agachaba la cabeza por la vergüenza producida por los
discursos a los que asistía, tu imagen se reflejaba en uno de los
grandes espejos con marcos de caoba, que tanto mima Amelie Mondrian.
No
te diste cuenta, pero te estuve observando gran parte de la noche a
través del espejo, pues sabía que tú tenías los ojos clavados en
mí. No hubiese soportado mirar ese verde tan intenso de forma
directa.
No
me lo pusiste fácil, en cuanto salí de la taberna tras asegurame de
que Pierre podía volver por su propio pie, te ví. Te ví apoyada
sobre la farola que domina el centro de la plaza “La Nuit”.
Manos
apoyadas en la falda azul, blusa blanca de verano. Lo último bello
que he visto desde entonces.
Me
esperabas a mí. Sólo a mí. Lo último acertado que he hecho hasta
ahora ha sido acercarme a tí y cogerte de la mano sin mediar
palabra.
Tu
nerviosismo contrastaba con a seguridad que me otorgó el alcohol que
mi corazón bombeaba por todo el cuerpo. Teníamos las mejillas
rojas; uno por embriaguez y el otro por inseguridad. Pero todo daba
igual.
Lo
correcto fue guiarte hasta el local de Louis, donde tus amigas habían
conseguido otros jóvenes con igual destino que el mío, y allí
bailar hasta que noté la humedad en tus ondulados cabellos. Fue una
imagen imborrable. No he vuelto a ver la sonrisa en los labios de una
mujer desde esa noche.
El
sol empezaba a ser visible desde la colina de Saint-Clement, y podía
notar tus dedos entre mis despeinados cabellos. De lo que me
arrepiento es que a pesar de ser el momento en que más cerca he
estado del cielo, yo no hacía más que pensar en el infierno
venidero. Justo lo contrario que hago ahora.
Viendo
el tiempo que ha pasado y pensando en el que vendrá, no puedo sino
en pedirte perdón por estar ciego todo este tiempo.
Quiero
darte las gracias por todo lo que diste a este chico imbécil, que no
supo entender las señales del corazón, y, sobre todo, darte las
gracias por hacer que este chico se sintiera amado por una vez en la
vida.
Espero
que encuentres al que te merezca. De eso estoy seguro.
No
sé si volveremos a vernos. Dios quiera que sí.
Adiós
Elise.
Un
beso.
Ángel.
Ángel se
enrolló en sus brazos, como si quisiera sentir el abrazo de un ser
querido. Los días se hacían más humanos con recuerdos
27- Enero-1915
Debían ser
las dos o las tres de la mañana. En esas horas en la que la
oscuridad hiela de temor a los niños, dos figuras reptaban con
delicadeza y a buen ritmo por la tierra.
Ángel y
Damien, dos de esos niños que maduraron a la fuerza, tan comunes en
esos días, se encargaban de recoger las chapas de identificación.
Las que identificarían a los caídos en tierra de nadie.
Era un
trabajo que no requería de inteligencia, pero sí de gran sigilo,
pues a la mínima que el enemigo descubriera tu posición, tu cabeza
podría explotar gracias a la efectividad de una bala para reventar
cráneos. Por eso que se llevara a cabo de noche.
Damien,
chico alto y de complexión fuerte, no se atrevía a musitar palabra
alguna. Ni siquiera respiraba con normalidad. Ángel creyó por
momentos escuchar los latidos de su compañero.
Esa jornada
no hubo tregua para recoger a los muertos, pero la necesidad de
información no hace tregua en la guerra. En un sorteo oficiado por
un oficial parisino, Ángel y Damien tuvieron la “suerte” de ser
los agraciados para realizar la tarea.
Si bien
algunas chapas brillaban gracias al resplandor de la luna, algunas de
ellas se encontraban bajo la ropa de los cadáveres. Esto dificultó
y alargó en demasía la tarea. Si algunas chapas eran recuperadas en
cuestión de segundos, otras necesitaban de minutos palpando cuerpos.
Algunos de ellos aún calientes, con apenas un par de horas sin vida.
Tuvieron una muerte agónica y dolorosa.
La mayoría
de las veces, los chicos cerraban sus ojos y movían sus manos por
los cuerpos, esperando así dar con algo metálico y no heridas
llenas de pus o gusanos.
Fue en una
de estas inspecciones que a Ángel se le heló el corazón. Dios no
quiso que el joven lanzara un grito, poniendo así en peligro su vida
y la de Damien. Lo que sucedió fue que, al pasar su mano por el
pecho de un cuerpo, notó cómo latía el corazón de este.
El suyo
empezó a bombear sangre a toda máquina. Sintió un repentino calor
al que le siguió un gélido frío , nada más volver a tocar el
cuerpo y no sentir muestras de vida.
No pudo
evitar volverse boca arriba y empezar a sollozar. Las lágrimas de
sus ojos permanecían inmóviles, contrastando con el cuerpo del
joven, que tiritaba de frío y miedo.
Damien, a
pesar de su carácter preocupado, supo comportarse cómo un buen
compañero de armas. Colocó su mano izquierda en el el hombro de
Ángel y susurró frases de tranquilidad.
La tensión
pareció desaparecer en el momento en que acabaron la tarea. Eran los
único vivos en una franja de dos kilómetros, los que separaban a
los dos bandos.
La
tranquilidad de la noche les hizo sentirse seguros y decidieron
volver a pie para llegar antes al barracón.
Dos minutos
tras emprender el regreso, el silencio se empezó a romper, pero no
se dieron cuenta hasta que tuvieron, delante de sus narices, a dos
enemigos volviendo como ello. La noche había impedido que los dos
jóvenes se hubieran percatado de la presencia de los otros dos .
Igual de jóvenes. Igual de miedosos.
No se
escuchaba el mínimo ruido, pero dentro de sus cabezas tenía lugar
un tsunami de pensamientos que los inmovilizaron. El corazón se
esforzaba en llevar sangre a la cabeza, y esta no po día dar una
solución posible a la situación que tenían delante.
Nunca antes
se habían sentido tan cerca de la muerte. Ni siquiera cuando, tres
días atrás, habían lanzado un ataque al enemigo en respuesta al
bombardeo que los aviones alemanes habían realizado sobre las filas
del general Sebastien du Lac, el más alto cargo francés de la zona.
Ángel
recordó sin esfuerzo las imágenes de ese ataque. Le vinieron a la
memoria los, aún frescos, recuerdos de la tierra salpicándole en la
cara, de la artillería pesada a punto de caer sobre sus cabezas y,
sobre todo, el recuerdo de los enemigos verdes pardo y con botas de
cuero sumergidas en el lodo.
Pero lo que
ahora tenía ante él tenía rostro. Cuatro ojos, que la luz de la
luna revelaba de un azul intenso, dos narices que, como la suya,
goteaban de forma intermitente, y cuatro mejillas llenas de moratones
y heridas.
Sin duda no
eran los maniquíes del otro día a los que disparaba sin tener que
apreciar sus rostros.
El que
estaba más cerca de él, el más alto de los dos alemanes, le
recordó en demasía a Chocolat, el joven enamorado con el que había
forjado una reciente amistad a raíz de ayudarle con las cartas para
la chica de Lille.
Pudo ver la
inocencia en el rostro de ese chico, apenas un niño recién salido
de la escuela obligatoria, y no pudo evitar sentirse reflejado en el
halo de miedo que irradiaba su tembloroso cuerpo.
Damien se
acercó lentamente la mano a su espalda, donde tenía el fusil y una
mochila parcheada. El alemán en frente de él, algo más mayor que
su compañero y, lo más seguro, también el mayor de esas cuatro
almas, no tardó en apuntar con su fusil Mauser 98 al precavido pero
indomable francés que parecía amenazarle.
Ángel pudo
apreciar el resplandor de la luna reflejado en la punta de la
bayoneta que adornaba y alargaba el, de de por sí largo, fusil de
infantería.
A menos de
un metro de la afilada cuchilla, el rostro caliente de Damien, del
que emanaba un halo de vaho dando pruebas del frío acaeciente, no
mostraba inseguridad alguna.
Ni siquiera
pestañeó al seguir acercando su mano a su espalda baja. El alemán,
que no podía sostener el arma sin temblar, parecía querer decir
algo. De su boca apenas salían una serie de incomprensibles sonido a
bajo volumen. Quizá fuese la excitación del momento o las heridas
de guerra lo que articular palabra al germano. Unas palabras que de
poco servirían, dada la incomprensión, por parte de Ángel y
Damien, de la lengua alemana.
El
movimiento articular de Demian paró en seco para volver hacia
afuera, al mismo tiempo que los sonidos provenientes del alemán
empezaban a ser más y más fuertes. Tanto, que cualquiera pondría
en duda si los cadáveres del alrededor podían escuchar esos gritos
de agonía.
Tanto Ángel
como el joven que le recordaba a Chocolat cerraron con fuerza los
ojos,esperando oír el arma funcionar.
Mas ningún
disparo escucharon los, mal abrigados, helados y entumecidos oídos,
que sólo percibieron el más absoluto de los silencios.
Cuando
abrieron de nuevo los ojos en la oscuridad de la noche, Damien
sujetaba en su mano derecha un objeto que distaba de ser un arma de
fuego.
Un pañuelo
blanco, bordado con hilo dorado, mostraba sus verdaderas intenciones.
En ese
momento volvieron a sentir el frío, que se multiplicó, debido al
sudor provocado por la tensión vivida.
.El alemán
bajó el fusil de inmediato. Ante él , la cara de un joven francés
que, con nervios de acero, había apaciguado a su verdugo y clavaba
sus ojos en los suyos.
Debió de
pasar un minuto de frío y silencio antes de que emprendieran de
nuevo su camino. Un minuto que para ángel pareció una noche entera.
Una larga noche de insomnio en la más absoluta oscuridad. El
encuentro terminó con Damien entregando su pañuelo a las manos del
soldado que había obviado su deber y perdonado su vida, en una época
en la que, el valor de esta, disminuía bala tras bala y compañero a
compañero que caía.
Volvieron a
mover sus piernas mientras que los recuerdos de épocas más fáciles
y felices se perdían en los ríos de barro, lodo y sangre que
cimentaban el nuevo mundo de los jóvenes.
Sólo Damien
se atrevió a mirar atrás. Creyó ver dos figuras renqueantes que se
alejaban con dificultad. Aunque quizá lo que viera fuese fruto del
propio miedo, que dejó sin habla a los dos exhaustos chicos, los
cuales vagaban por un desierto de podredumbre y restos de los que
antaño eran hombres.
El barro,
formado por la lluvia acontecida esa misma tarde, dificultaba el
regreso. Nunca antes habían tenido prisa en volver a esos barracones
llenos de goteras, donde hombres sucios mueren poco a poco. Ya había
sido suficiente guerra por esa noche.
El cansancio
hizo que Damien parara a tomar un poco de aire y reposar su corazón.
Ángel respiró hondo para calmarse un poco. Su pulso llevaba mucho
tiempo fuera de control, y no lo estaría hasta que regresara a su
litera llena de parásitos.El respiro no llegó al minuto.
La llamada
de lo salvaje hizo que el aullido de un lobo sonara demasiado cerca.
Las pupilas de esos ojos verdoso y enrojecidos doblaron su tamaño
ante tal seña de peligro.
No era fácil
ver animales en zona de guerra. No porque no fuese su hábitat, sino
porque los animales, al contrario que los humanos, huyen del
conflicto.
Fue en ese
momento en el que Ángel deseó que ese aullido proviniera de los
únicos animales que vivían en la guerra: gusanos, parásitos y
cuervos.
Un segundo
aullido retumbó sus tímpanos desde su retaguardia, siendo la señal
para que los dos muchachos empezaran a correr con las pocas fuerzas
que les quedaban. Esto sólo les dio margen de dos o tres segundos
antes de que una enorme bestia oscura se abalanzase sobre la espalda
de Damien.
Para cuando
Ángel se dio cuenta, el mamífero ya había destrozada la parte
inferior del uniforme del chico fuerte y decidido.
Es curioso
cómo la adrenalina te lleva a hacer cosas que no imaginarías.
Damien dejó de sentir el peso y aliento animal, para acto seguido
ver, a un enrojecido y colérico joven, clavar una bayoneta en el
abdomen de la fiera. La poca luz le ofreció una estampa
escalofriante: el metálico reflejo que de forma rítmica se clavaba
en el cuerpo del animal.
Las gotas de
sangre se convirtieron en ríos, y los aullidos cesaron. El grito de
un hombre finalizó el horrible acto.
Unas manos,
llenas de heridas de cuchilla, se acercaron a la pierna de Damien e
intentaron tapar la herida que los colmillos habían creado.
Damien vio
la imposibilidad de que unas manos llenas de cortes e inservibles
hicieran algo de provecho. Sólo estaba mezclando su sangre con la de
Ángel. El joven, fuera de sí, estaba creando una rara mezcla de
barro, sangre y saliva proveniente de su boca.
Ante esto,
Damien tuvo que hacer gala de sus reservas y sacar fuerza para, de un
empujón, hacer que su compañero y salvador cesara en su empeño.
Sus dos
cuerpos, aún con vida, daban pena sobre el lodo. Ángel no se
hubiera imaginado vivir tal pesadilla, a pesar de los meses en las
trincheras. Una especie de red de túneles excavados en la tierra,
que hacían de vivienda y tumba a la vez.
Aún con el
corazón en la boca y lágrimas en los ojos, la razón volvió a
tener cabida en la mente de los jóvenes, que se dispusieron a
emprender el fallido regreso.
La velocidad
de marcha estuvo condicionada por la cojera de Damien, que se apoyaba
en los hombros de su compañero mientras que las gotas de lluvia
empezaban a caer.
Tras varios
minutos que parecieron horas, el primer vigía que los divisó acudió
a socorrerlos. Gracias a su ayuda Ángel sintió alivio en sus
hombros entumecidos. En el momento en que Damien y el vigía se
adelantaron hacia el primitivo hospital, el chico de ojos verdosos
sintió por primera vez la soledad absoluta. Nunca creyó que doliese
tanto.
Se mordió
el labio para aguantar el ardor que produjo sumergir las cortadas
manos en alcohol para evitar una infección, la cual era muy común
en esas situaciones.
Con un paso
errante y con el sabor de la sangre en la boca, se acercó a la
puerta del barracón donde dormía el oficial que les encargó la
tarea y dejó una bolsa de lino gris, repleta de chapas emparradas,
colgada en el pomo.
No pudo
evitar quedarse observando la bolsa y sonreír de forma irónica
mientras pensaba en lo ocurrido para conseguir esa bolsa con chapas
de muertos.
Recorría de
nuevo los túneles clavando sus dedos en la pared de las trincheras,
dejando surcos en la compacta tierra. Tosió sangre y, sino fuera
porque llevaba más de un día sin comer, hubiese vomitado a la vez.
Cuando llegó
a su barracón, apenas iluminado por la luz de dos candiles, sólo
uno de los hombres se encontraba despierto.
Al ver la
cara del joven Ángel supo que era mejor no preguntar.
Con el
cuerpo frío y las manos ardiendo se acostó con el objetivo de soñar
algo con el que poder escapar de esa realidad aunque fuese entre
lágrimas.
1-Febrero-1915
Con sus
manos vendadas sostenía el lápiz de mala manera. Una la usaba para
que el áspero y gris papel no se moviera de la astillada mesa, y la
otro para intentar escribir algo legible.
La carta que
nunca se atrevió a escribir resonaba ahora más fuerte que nunca en
su cabeza, debido en parte a la deshumanidad vivida días atrás.
A Pesar del
dolor que reflejaban las vendas manchadas de carmesí, no soltó el
lapicero hasta el punto y final.
Creo
que ya he esperado demasiado. Quizá no me atrevía a escribirte y
alargaba los días esperando que una bala me librara de tener que
hacerlo.
Poder
disparar a hombres y no poder escribirte; vaya un cobarde pensarás.
La
última vez que nos vimos yo tenía la mochila sobre la espalda y tú
no pudiste aguantarte las ganas de abrazarme entre lágrimas. El
orgullo me heló los brazos, pero no viste cómo el amor me rompía
el cuerpo por dentro. Lo más duro fue llorar hacia dentro para que
la expresión serie no me abandonase hasta llegar a la estación.
No
te dejé acompañarme, pues cada segundo que estuvieras a mi lado me
haría más difícil la huida, y más profunda mi agonía al tener
que dejarte.
Todo
por el maldito orgullo. Creyendo que así te haría sufrir; que
aprenderías la lección y que yo volvería en el momento adecuado.
¡Estúpido!
Estúpido he sido. He estado apunto de morir. Me resistía a
abandonar, no esta tierra, sino a tí. Me resistía a decirte adiós
con el corazón a kilómetros de tí. Pero tu imagen se anclaba en mi
cabeza y yo gritaba lo mucho que te quiero. En mi cabeza se dibujaba
la imagen de un hombre abrazado a una mujer, intentando así no ser
arrastrado por la muerte.
Hace
unos días volví a ser un hombre y un niño inocente. Todo porque
ayer tu imagen me salvó de la deshumanización que es la guerra.
Volví a sentir lo bello que es estar vivo, y lo feliz que me haces.
Siento
todo lo que te dije. Fueron palabras más fuertes que las balas. Las
heridas que te hice son peores que la metralla. Tenías y tienes el
derecho de ser feliz, y eso fue lo que no supe entender.
Ahora,
cómo un niño asustado, quiero dormir agarrado a tí. Sentir la
seguridad que da tu calor y el confort que produce olerte el cabello.
Sólo
hay una cosa que me aliviaría: el saber que no renunciaste a la
felicidad por el orgullo de un chico imbécil y medio muerto. No
renuncies a la felicidad. Si lo haces no me importaría salir afuera
y esperar la muerte.
Sé
feliz y te prometo que volveré a tu lado. Te prometo que lucharé
para sobrevivir y reunirme contigo. Que me aferraré a la vida con
todas mis fuerzas y, más tarde o más temprano volveré junto a tí.
Miraré
cara a cara a la muerte sin pestañear, porque sé que tus brazos me
esperan. Vive.
Con
todo mi amor. Ángel, tu hijo
Con pie
firme y la cabeza bien alta, salió del barracón para zambullirse en
la luminosidad que ofrecía un nuevo día.
Entregó la
carta a Georges, pues sabía que con él era seguro que llegara a su
destino.
Ángel
sonreía viendo cómo el belga se alejaba con su confesión bien
guardada. Era feliz tener un motivo por el que vivir.