Sólo con las punzadas en la sien supo que el día iba a ser largo, sinuoso y sin propósito. Los rayos de un día ya empezado, pero con horas por delante, dejaban atisbar la fotografía incrustada en el techo y que se tomaría tiempo después. Sus ojos, aún acostumbrados a la penumbra de los párpados cerrados, no le permitían asegurar si lo que había en la fotografía eran personas o complejas formas abstractas. La cabeza, que aún pedía un sueño que no llegaría, no supo entender que si había algo colgado de la pared, el techo, o dibujado en superficie sólida alguna de esas cuatro paredes, debía tener algún tipo de valor, ya fuese sentimental o estético. Debía ser algo bueno; ¿para qué recordar algo malo?
Todavía se sorprendía del poder reconfortante que producen los recuerdos de una vida no vivida. Dulces imágenes que no conseguían ensordecer los gritos que provenían de su propio cuerpo, y es que el cuello le gritaba sin cesar. Sus músculos dialogaban a base de pinchazos e incómodos signos de fatiga que, por raro que pareciera, sólo conseguía callar cuando los ponía en movimiento. Fue la búsqueda del reconfortante silencio lo que le hizo ponerse en marcha.
El calor del sol, mayor que el de otros días, le hizo consciente de su cansancio. A menor descanso, más sensibilidad, y con ello la necesidad contínua de evadir su mente de vaticinios fatales. "Todo saldrá bien". Su mentira favorita, tan usada que ya nada aportaba. Un poco de líquido para indicarle al estómago el inicio del día, y un pequeño repaso a las inútiles noticias de diarios digitales.
La calle de día es, en su opinión, el mar muerto de los perdidos. Llena de ruidos y gente ajetreada que no reparaba en ningún momento en los que son como él, que flotaban por la cantidad de sal de tal marea humana. Sentir la poca importancia en el universo ajeno era placentero. Dos personas se cruzan, luego cuatro, seis y así hasta que has rozado tu hombro con un número que excede las relaciones que los hombres son capaces de soportar. Todo sin pronunciar una sola palabra, con lo que deducía que en la calle el cuerpo hace de garganta, y las piernas de excusas.
Su movimiento era el fluir del mercurio en las manos. Tan pequeño, tan nervioso, que no permanecía en el lugar, a menos que se encerrara, y sólo respondiera a estímulos de la temperatura. Al llegar, a penas sin darse cuenta, al borde de una ancha zanja, todo atisbo de inteligencia y valentía se vino abajo y creyó caer al fondo. Demasiado cobarde como para saltar, demasiado humano como para no querer hacerlo. "Si tan sólo pudiera estirar mi brazo hasta el otro lado y traer la tierra hacia mí...". Pero, incluso en sus propios sueños, lo imposible parecía estar vetado, por lo que tuvo que volver a dejar pasar la luz entre sus párpados al sentir la impotencia.
No fueron los rayos del sol lo que le hizo sentirse vivo de nuevo. Tal vez fueran las luces cálidas o el constante murmullo de la multitud o, más probable, la sombra de un ser al otro lado de la habitación. Si esa mera proyección se le antojaba deliciosa, el sujeto de la misma había de ser alguien extraordinario, mas no halló más que naturalidad al girar la cabeza. Sintió que la embriagación que le proporcionaba tal vista era producto de la pureza, y ciego por este pensamiento, sus dedos empezaron a seguir las vetas de la madera, en la que se apoyaban sus brazos, en busca del valor perdido.
No había nada intimidante en la figura alabada. Nada que le hiciera sentir menos, sólo debía poder hacer frente a la extraña fuerza que le impedía asegurar su dictamen sobre tan perfecta visión. Sin otorgarle existencia al ridículo, al decoro o a cualquier otra barrera de las mentes débiles decidió que esa zanja iba a ser saltada, con una aproximación y unas palabras bien escogidas. Ni clavos, cristales o trampas mortales se extendía en el corto camino hacia el presunto causante de su despertar. A veces conviene recordad a Ícaro ¡Que cruel es el fallo tras la valentía! La figura era fuego y él cera. Los goterones de su valor mancharon de blanco el suelo y, tras un periodo de pisadas anónimas, la suciedad acabaría por enmascararlas.
Él mismo fue espectador de la cruel caída desde su butaca de la decimoquinta fila. "Cuanto más lejos, más chicos son los actores y más insignificante es su dolor". Eran tan pequeños que podía enmarcarlos entre sus dedos. Algo le decía que ya había visto una obra parecida.
En cuanto salió del teatro se sintió desnudo, y, al igual que el resto de viandantes del boulevard, decidió ponerse uno de esos disfraces que tienen por virtud su fealdad y realismo. La cantidad de pelo de su atuendo daba a entender el tipo de monstruo que llevaba dentro. Tal vez así encontraría a su manada o, de no hacerlo, siempre podría vagar por las estepas de asfalto sin atentar a su naturaleza.
Una vez que te acostumbras a sentir el frío contacto de la carne con el suelo todo se vuelve más sencillo: beber a lengüetazos, oler esquinas y esperar con deseo la inmaculada luz de la luna. Quizá tuviese más de monstruo que de humano, y la bestia que llevaba dentro ejerciera el dominio natural de sus actos.
Se unió a una manada de seis miembros, de pelaje gris plata, a los que no tardo en intentar imitar. Ellos le marcaron los pasos correctos del grupo, las normas y las expectativas. Tan abrumadoras eran que sintió ser un lastre para el resto. No estaba tan acostumbrado a pisar el musgo y el barro de lo natural, y retrasaba el avance de los que ansiaba llamar amigos. Necesitaba más descanso que el resto, más calma y el doble de explicaciones.
Una noche, sin previo aviso, despertó en mitad de un agitado sueño, para comprobar cómo era el único de los suyos en el lugar. No buscó razones, sólo sintió un vacío dentro de él al quitarse el disfraz, la misma sensación que se siente al defraudar al admirado. No obstante, la ira no se apoderó de él. El rechazo del resto le impidió ser él el que abandonara una vida para la que no estaba preparado.
Su deriva mental en ríos de incertidumbre le hizo toparse con una serie de pequeños charcos, dispuestos de manera regular y con una forma circular perfecta. La exactitud de las formas, tan perfectas; así como la claridad del agua, chocaba con la imperfección propia de la naturaleza a la que había intentado acostumbrarse. A simple vista nadie diría que la profundidad de los cúmulos pudiera sobrepasar los tres centímetros. No obstante, en cuanto acercó su cuerpo, se vio reflejado a la perfección. Tal era la fascinación que ejercían los espejos del bosque que decidió limpiarse con sus aguas.
Primero descendió la cabeza, mojó la punta de su nariz, después la barbilla y, acto seguido, la frente. Siguió avanzando por inexplicable que fuese, y al poco se encontraba buceando en uno de esos charcos. La visión era nítida y la temperatura le invitaba a seguir avanzando.Tal era el bienestar que le proporcionaban las aguas que se le olvidó algunas reglas que seguían rigiendo las vidas de los vivos. Empezó a ahogarse.
Guió su ascenso por los rayos rosáceos que provenían de lo que él dedujo como la luz del atardecer o amanecer, pues había perdido la noción del tiempo bajo el agua. Sólo cuando estuvo a punto de darse por vencido ante la falta de oxígeno consiguió llegar a la superficie, donde tuvo que separar sus labios de los de una mujer que lo miraba extrañada.
Mientras cogía aire se preguntó si lo vivido con anterioridad se debía al contacto con labios tan bellos, o si estos habían sido los causantes del fin de su estancia en tal ensoñación. Quiso creer, no sin reticencia, que el beso le había devuelto al mundo de los vivos. Una segunda oportunidad que comenzaba con una desconocida en una habitación, la cual cambiaba de color y forma cada vez que él parecía desconfiar.
Por primera vez quiso creer todo lo que un amante dijera. Aceptar cada caricia como sincera y cada susurro como real. No obstante, el constante cambio de mobiliario y el mareo que éste conllevaba le obligó a entrar en el juego del querer, a pesar de sus marcadas vacilaciones. Pensó que no era la primera vez que había participado en esa misma farsa y, pese a la vergüenza que provoca fingir, asumió el papel del mejor de los hombres.
Era tal el castigo ejercido por el cuerpo desconocido que cada vez que él tomaba la iniciativa sufría desagradables fenómenos en su piel. La mirada, parda y deseosa, cubría de arena su vista; sus caricias eras respondidas con abrasivas quemaduras, y sus besos le llenaron la boca de putrefacción, como si mordiera algo carente de vida.
"¿Cómo algo muerto puede acudir en mi auxilio?" Pensó para sí mientras la cama le engullía como las nubes a los pájaros. Aves que acallaron los gritos de la mujer no correspondida y le daban a entender lo lejos que estaba de ella. El canto de estos animales nunca le había provocado la sensación que ahora sentía, mezcla de alivio y pérdida, lo que le ayudó a no cuestionarse su presencia en la arena de una tierra virgen.
Había algo inaudito en esa arena. Sus pies no se hundían en ella a cada paso que daba. Podías cogerla con las manos, moldearla, pero también podías caminar por ella como si fuese el asfalto de una carretera que cosquillea pies. Las olas del océano eran como un reloj que ha pasado la prueba del tiempo, pues sus movimiento seguía un ciclo exacto de 12 segundos y el agua siempre llegaba al mismo punto, como si hubiera sido creada por una inteligencia terrenal. Se preguntó si, al igual que en la arena, podría sumergirse en el agua, a la vez que andar sobre ella. Pronto abandonó tal curiosidad propia de locos y centró su atención en lo alto de una duna, donde parecía levitar cierta luz multicolor.
Sus músculos, exhaustos, le susurraron miedo. Sus ojos, resentidos, le ofrecieron duras imágenes de lo que pudo haber sido y no fue, y su corazón, de latigazos impredecibles, le hizo respirar por la boca y sudar hasta la última gota de razón. Hasta el más duro de los hombres reconocería el esfuerzo realizado para llegar hasta el lugar donde se descomponía el sol. Su aspecto era lamentable, como el de alguien abatido por los sucesos impredecibles de la vida. Debería haber causado una impresión horrible a la niña que sostenía el arcoiris en sus manos. Sin embargo, esta le sonrió mientras le cogía de la mano y tiraba de él hacia el lado opuesto del agua. "¿Me esperaba?" Era un globo en manos de una inocente.
No volvió a dejar huellas en la arena hasta que no llegaron a una edificación de forma rectangular y paredes anaranjadas, donde pudo observar la inmensidad del océano dejado atrás. El edificio estaba recubierto de un vidrio templado, liso, que daba a la mole solitaria el color del cielo. La chica empujó con sus dedos una de las paredes, lo que debió activar cierto mecanismo desconocido en las tierras de lo ordinario, y se les permitió el acceso al mismo tiempo que se podía escuchar el sonido de una caja de música a buen ritmo.
El interior podría describirse como minimalista, exiguo o pobre. Sólo lo esencial ocupaba espacio alguno, mientras que la música provenía del cadente movimiento de un cazo en una olla ajada por el uso. Era una anciana la que hacía arte de la cotidianidad, a la vez que le dedicaba la mejor de las sonrisas a tan inesperado invitado. Decidió no romper las notas musicales que colgaban del techo de la estancia, y siguió los paso de la niña, que había entrado en una habitación de colores infinitos. Puso el cristal en el único hueco libre y, como si el cuerpo pudiera saturarse por matices visuales, sintieron el mareo que produce la belleza de lo nunca visto, por lo que salieron a tomar el aire que por primera vez era visible a los ojos humanos.
La brisa cogió forma humana y, mezclada con la tierra del suelo, dio volúmenes a cuerpos como el suyo: ordinarios, suaves e imperfectos; necesitados de tacto humano. Las manos se tendieron y le transmitieron el suave calor de la seguridad, con la ambigua mezcla entre calma y excitación que da conocer a las personas indicadas. Esos cuerpos, carentes de carne y oxígeno, tenían tanta fuerza que le levantaron sobre las nubes, donde pudo observar el verdadero tamaño del mundo y eso que es invisible a los ojos terrestres, para lo que el ser humano no había creado palabra.
A su bajada temió caer en el vasto océano, el lugar donde los héroes son olvidados, pero la comprensión de la insignificancia, revelada con la imagen a la que sólo los dioses pueden acceder, le acabó por tranquilizar. Fue recogido por uno de esos cuerpos arenosos que le habían regalado el infinito, sólo que esta vez les recubría una piel firme y poseían gargantas con las que transmitían tranquilidad, confianza y esa sensación de bienestar que produce la sana amistad.
Algo dentro de él entendía que en ese lugar no encontraría zanjas que saltar, ni disfraces con los que tapar su identidad. Entendía que la seguridad estaba garantizada, pero a diferencia del bosque de las bestias, la compañía del lugar era la correcta, pues sentía que con estos seres de la arena podría lograr lo imposible. Sus veteados iris no le traicionaron como antaño, captaron la imagen sin alterar la belleza de lo real; al mismo tiempo que sus oídos la llenaban de matices, y sus vivencias, de buenos recuerdos. Grabó a fuego tal fotografía en su retina.
Sólo el notable cansancio que sigue a la excitación le recordó su condición de humana. No sabría decir qué hora sería, no le importaba, y menos cuando pudo proyectar en la oscuridad de la noche la fotografía de lo vivido en el techo de su habitación. "Bien hace el ser humano al equivocarse".
Ángel Cuesta
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